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sábado, 5 de enero de 2013


Deuda

    La fila avanzaba lenta. Desde temprano nos encontrábamos apostados uno detrás del otro manteniendo, dentro de lo posible, la solemnidad propicia de aquel acto.
    Esa mañana me había vestido con la muda de salida, peinado al costado con litros de agua, y robado a papá algo de colonia de hombre.
    Tenía diez años y estaba próximo a tomar mi primera comunión, para ello debíamos confesarnos.
    El trámite, por llamarlo de alguna manera, se realizaba en la sacristía de la capilla y, de a uno por vez, ingresábamos a los altares para cumplir la penitencia impartida por el padre Luis.
    Mentalmente llevaba el listado de aquellos pecados cometidos y trataba de calcular el castigo que merecían. Cuando la puerta se encontró frente a mí, las piernas me temblaron y entonces el padre Luis llamó al que seguía. Al ingresar lo encontré sentado, vestido terrenalmente sin su uniforme  de cura, sus lentes gruesos alejaban su mirada mas allá de lo que era su rostro y su calvicie vencía a los pocos cabellos grises que le bordeaban la cúspide.
    Recuerdo como el humo se escapaba de su cigarrillo llenando la pequeña habitación con una especie de neblina de ultratumba.
    Me senté frente a él y comencé con mi parlamento esquivando su mirada albergando una sensación de desnudez. El padre Luis dejaba, de tanto en tanto, su cigarrillo reposar en el cenicero para prestarme atención y aconsejar. En el momento en que nació mi silencio, elevó su diestra y dibujando una cruz en el aire, perdonó mis pecados en el nombre de Dios. Como penitencia debía rezar dos Padre nuestro, dos Ave María y un Credo.
    Salí del cuarto he ingresé al lateral del mismo por un pasillo oscuro y silencioso que daba al altar principal. En el sagrario la pequeña luz se encontraba encendida, nos habían enseñado que era esa luz roja pequeña la que indicaba que Dios se encontraba presente en la Capilla.
    En el altar mayor Cristo se mostraba magnifico con una de sus manos laceradas apuntando a su corazón abierto y con la otra señalando  hacía arriba prometiendo el cielo de su padre, de su Dios. Me persigné frente a él y me dirigí a uno de los altares subsidiarios, el de la cruz. El de la crucifixión.
    El artista que había realizado la escena lo había echo con habilidad extraordinaria dándole realismo y expresividad.
    A mis diez años aquellas esculturas de tamaño natural tenían algo que debía observar con detenimiento. Me encontraba arrodillado frente a ella dispuesto a cumplir mi penitencia. Cristo era alumbrado por debajo con una etérea luz blanca mientras María lo observaba y un soldado romano enarbolaba su lanza para brindar la estocada final.
    El cabello de Cristo era verdadero y sus ojos me miraban desde lo alto de la cruz. A mis espaldas la oscuridad me rodeaba ya que  la capilla solo se encontraba iluminada por las luces tenues del altar mayor y lo pedido al sol por los vitrales coloridos que jugaban a brillar en sus vidrios tintes.
    Cristo me miraba.
    María lo observaba con ojos desbordados en lágrimas y el soldado romano acercaba su lanza al costado del hombre atrapado en el madero. Las perlas carmesí surcaban el cuerpo del que moría para buscar resurrección, para apoderarse del tiempo hasta el final de los mismos.
    La soledad en el recinto me empujaba hacia el gólgota para volverme parte de el.
¿Cómo consolar a María? ¿Cómo ayudar al Cristo? —Él murió por nosotros— recordé con el trueno de la voz del padre Luis. Entonces me pregunté cuantos mazazos que hundieron los clavos debí de haber dado, cuantas espinas le hundí en la frente, hasta miré al centurión para no verme en su rostro, pero a decir verdad, algo se me parecía.
    Cristo me miraba.
    ¿Valió el sacrificio? Y entonces un escozor  me tomó por sorpresa, la fantasía mordió mis neuronas y toda le escena cobró vida: Cristo miró al soldado perdonándolo por aquel acto y luego fijo sus ojos nuevamente en los míos mientras María gritaba la pérdida desde el fondo de su alma, desde el fondo de su vientre materno. Me sentí lleno de culpa y el miedo actuó sobre mí. Me levanté de un salto, caminé hacia la madera de doble hoja que hacía de puerta con la sensación de que Cristo me gritaría improperios merecidos por ponerle una corona, clavarlo a la cruz, y hundirle la lanza. Nada de eso pasó, pero cuando llegué a tomar el pomo de la puerta me sentí liberado y humano. Mas duele un dolor de muelas que cien muertes ajenas me dijeron alguna vez. Me alejé y hubo un par de noches en las que no pude conciliar el sueño, algunos días en los que esquivé el altar subsidiario. Y ahora que recuerdo todavía adeudo  dos Padre Nuestro, dos Ave María y un Credo que no recé en aquel lugar…       
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CRISTIAN JAVIER MARTINEZ
San Javier- Córdoba.
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SIN AUTOR NO HAY OBRA

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que bien que escribe este pibe, imprimi esto porque me gustó mucho. DArio

Anónimo dijo...

Es un placer leer a este muchacho, escribe muy bien, y lo que escribe me llega. Alberto

Anónimo dijo...

Cristian enriquece este espacio, todos tus invitados nos enriquecen con su aporte cultural, y este muchacho aporta mucho. Belem