Deuda
AUTOR ANÒNIMO.
La fila avanzaba lenta. Desde
temprano nos encontrábamos apostados uno detrás del otro manteniendo, dentro de
lo posible, la solemnidad propicia de aquel acto.
Esa mañana me había vestido
con la muda de salida, peinado al costado con litros de agua, y robado a papá
algo de colonia de hombre.
Tenía diez años y estaba
próximo a tomar mi primera comunión, para ello debíamos confesarnos.
El trámite, por llamarlo de
alguna manera, se realizaba en la sacristía de la capilla y, de a uno por vez,
ingresábamos a los altares para cumplir la penitencia impartida por el padre
Luis.
Mentalmente llevaba el listado
de aquellos pecados cometidos y trataba de calcular el castigo que merecían.
Cuando la puerta se encontró frente a mí, las piernas me temblaron y entonces
el padre Luis llamó al que seguía. Al ingresar lo encontré sentado, vestido
terrenalmente sin su uniforme de cura, sus
lentes gruesos alejaban su mirada mas allá de lo que era su rostro y su
calvicie vencía a los pocos cabellos grises que le bordeaban la cúspide.
Recuerdo como el humo se
escapaba de su cigarrillo llenando la pequeña habitación con una especie de
neblina de ultratumba.
Me senté frente a él y comencé
con mi parlamento esquivando su mirada albergando una sensación de desnudez. El
padre Luis dejaba, de tanto en tanto, su cigarrillo reposar en el cenicero para
prestarme atención y aconsejar. En el momento en que nació mi silencio, elevó
su diestra y dibujando una cruz en el aire, perdonó mis pecados en el nombre de
Dios. Como penitencia debía rezar dos Padre nuestro, dos Ave María y un Credo.
Salí del cuarto he ingresé al
lateral del mismo por un pasillo oscuro y silencioso que daba al altar
principal. En el sagrario la pequeña luz se encontraba encendida, nos habían
enseñado que era esa luz roja pequeña la que indicaba que Dios se encontraba
presente en la Capilla.
En el altar mayor Cristo se
mostraba magnifico con una de sus manos laceradas apuntando a su corazón
abierto y con la otra señalando hacía arriba
prometiendo el cielo de su padre, de su Dios. Me persigné frente a él y me
dirigí a uno de los altares subsidiarios, el de la cruz. El de la crucifixión.
El artista que había realizado
la escena lo había echo con habilidad extraordinaria dándole realismo y
expresividad.
A mis diez años aquellas
esculturas de tamaño natural tenían algo que debía observar con detenimiento.
Me encontraba arrodillado frente a ella dispuesto a cumplir mi penitencia.
Cristo era alumbrado por debajo con una etérea luz blanca mientras María lo
observaba y un soldado romano enarbolaba su lanza para brindar la estocada
final.
El cabello de Cristo era
verdadero y sus ojos me miraban desde lo alto de la cruz. A mis espaldas la
oscuridad me rodeaba ya que la capilla solo
se encontraba iluminada por las luces tenues del altar mayor y lo pedido al sol
por los vitrales coloridos que jugaban a brillar en sus vidrios tintes.
Cristo me miraba.
María lo observaba con ojos
desbordados en lágrimas y el soldado romano acercaba su lanza al costado del
hombre atrapado en el madero. Las perlas carmesí surcaban el cuerpo del que
moría para buscar resurrección, para apoderarse del tiempo hasta el final de
los mismos.
La soledad en el recinto me
empujaba hacia el gólgota para volverme parte de el.
¿Cómo consolar a María? ¿Cómo ayudar al Cristo? —Él murió por nosotros—
recordé con el trueno de la voz del padre Luis. Entonces me pregunté cuantos
mazazos que hundieron los clavos debí de haber dado, cuantas espinas le hundí
en la frente, hasta miré al centurión para no verme en su rostro, pero a decir
verdad, algo se me parecía.
Cristo me miraba.
¿Valió el sacrificio? Y
entonces un escozor me tomó por
sorpresa, la fantasía mordió mis neuronas y toda le escena cobró vida: Cristo
miró al soldado perdonándolo por aquel acto y luego fijo sus ojos nuevamente en
los míos mientras María gritaba la pérdida desde el fondo de su alma, desde el
fondo de su vientre materno. Me sentí lleno de culpa y el miedo actuó sobre mí.
Me levanté de un salto, caminé hacia la madera de doble hoja que hacía de
puerta con la sensación de que Cristo me gritaría improperios merecidos por
ponerle una corona, clavarlo a la cruz, y hundirle la lanza. Nada de eso pasó,
pero cuando llegué a tomar el pomo de la puerta me sentí liberado y humano. Mas duele un dolor de muelas que cien
muertes ajenas me dijeron alguna vez. Me alejé y hubo un par de noches en
las que no pude conciliar el sueño, algunos días en los que esquivé el altar
subsidiario. Y ahora que recuerdo todavía adeudo dos Padre Nuestro, dos Ave María y un Credo
que no recé en aquel lugar…
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