Translate

Vistas de página en total

viernes, 2 de octubre de 2015

PARQUE CHAS

TRABAJO DE INVESTIGACIÓN DE FEDERICO PIZARRO ANTROPÓLOGO.


Parque Chas: ese intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires


(Foto: M. Pisarro)

La semana pasada hice un viaje exploratorio a una región alejada y exótica: el barrio porteño de Villa Urquiza. Mi destino era una galería de la avenida Triunvirato al 4100. Así que tomé el subte en el Obelisco y unos veinte minutos después ya estaba en el final del recorrido de la Línea B. La Estación Los Incas, que se inauguró en 2003, se me antoja un desafiante experimento de diseño urbano: cómo hacer que una estación de metro parezca un museo precolombino. El efecto está bien logrado, o eso me parece, pues en los museos precolombinos se respira el mismo aire de cosa prefabricada, de solemne artificiosidad.

El punto señalado en el mapa por las arbitrariedades geográficas de Mercado Libre era una galería de Triunvirato y Pampa. Completé mitransacción comercial con éxito y, al marcharme, oí el canto de las sirenas que tanto inquietaban a Ulises. Triunvirato y Pampa es también un límite, una puerta de entrada y una invitación a uno de los sitios más misteriosos de Buenos Aires: el providencial enredo de calles de Parque Chas. Basta con decir que estaba en el cruce de Triunvirato y Pampa y que, por estarlo, también estaba frente a la calle Victorica. Es esa parte de la ciudad en la que estar en una esquina significa no estar del todo en una esquina. O estarlo a medias. O estarlo en cierto modo. O estarlo hasta que de pronto uno ya no lo está porque está en un lugar en el que no sabía que estaba.

Parque Chas es un barrio de Buenos Aires. Técnicamente fue un barrio ―es decir, tuvo esa categoría municipal― durante seis meses de 1976, luego volvió a ser un fragmento de otro barrio, Agronomía; a partir de 2005 se convirtió una vez más en barrio por derecho propio. Yo nací en Sarandí y crecí en Temperley, al sur y más al sur del conurbano bonaerense; ahora vivo en el microcentro porteño. Eso quiere decir que cuando alguien me habla de Parque Chas es como si me estuviera hablando de Siberia. O mejor, del Triángulo de las Bermudas que casualmente está situado junto a Siberia. Según mis mapas mentales del trazado urbano, barrios como Saavedra, Villa Urquiza o Paternal son claramente tierra siberiana. Pero Parque Chas no sólo es un lugar remoto sino legendario y enigmático, como la Atlántida o como el agujero que tragaba gente de José de Zer o como la casa de Papá Noel en el Polo Norte, pero maléfica y habitada por cenobitas. Buenos Aires es una ciudad muy grande. Es difícil recorrerla, ya ni digo conocerla, en su totalidad. “Buenos Aires es hondo”, anotó Jorge Luis Borges en su ensayo Evaristo Carriego. Lo es.

Triunvirato y Pampa es el límite norte de esa curiosa articulación espaciotemporal. Borges, que escribió tanto sobre Buenos Aires y sobre laberintos, no dejó ni una línea sobre Parque Chas. Se cree que por la proximidad con Villa Urquiza, que es el barrio donde vivía un amor de juventud, Concepción Guerrero. Llegó hasta el borde, pero no lo atravesó. Todavía en Evaristo Carriego, escribió: “Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco”. El año era 1930.

(Foto: M. Pisarro)

Resulta arduo imaginarse ahora que hasta la década de 1920, en los terrenos del doctor Vicente Chas, había una laguna (justo ahí, en Triunvirato y Pampa). Un poco después ya se producía el loteo de radio céntrico con amanzanamiento ortogonal tradicional que, en la rectilínea y ordenada linealidad porteña, resultaba toda una extrañeza. En El cantor de tango, Tomás Eloy Martínez escribió:

Al anochecer, cuando rugía el tránsito y mi inteligencia era derrotada por la prosa de los teóricos poscoloniales, me entretenía hojeando el cuaderno de contabilidad de Bonorino, que abundaba en laboriosas definiciones ilustradas de palabras como facón, piolín, Uqbar, yerba mate, fernet, percal, a la vez que incluía un extenso apartado sobre los inventos argentinos, como la estilográfica a bolita o birome, el dulce de leche, la identificación dactiloscópica y la picana eléctrica, dos de los cuales se deben no al ingenio nativo sino al de un dálmata y un húngaro.

Las referencias eran inagotables y, si abría el volumen al azar, nunca tropezaba con la misma página, como sucede en El libro de arena, que Bonorino citaba con frecuencia. Una tarde, distraído, encontré un largo apartado sobre Parque Chas, y mientras lo leía, pensé que ya era tiempo de conocer el último barrio donde había cantado Martel. Según informaba el bibliotecario, el paraje debe su nombre a unos campos infértiles heredados por el doctor Vicente Chas, en cuyo centro se alzaba la chimenea de un horno de ladrillos. Poco antes de morir en 1928, el doctor Chas libró un pleito enconado con el gobierno de Buenos Aires, que pretendía clausurar el horno por el daño que causaba a los pulmones de los vecinos, a la vez que impedía prolongar hacia el oeste el trazado de la avenida de los Incas, bloqueado por la brutal chimenea. La verdad era que el municipio eligió ese lugar para ejecutar un ambicioso proyecto radiocéntrico de los jóvenes ingenieros Frehner y Guerrico, cuyo diseño copiaba el dédalo sobre los pecados del mundo y la esperanza del paraíso que está bajo la cúpula de la iglesia San Vitale, en Ravenna.

Bonorino conjeturaba, sin embargo, que el trazado circular del barrio obedecía a un plan secreto de comunistas y anarquistas para proporcionarse refugio en tiempos de incertidumbre. Su tesis estaba inspirada en la pasión por las conspiraciones que caracteriza a los habitantes de Buenos Aires. ¿Cómo explicar, si no, que allí la diagonal mayor se hubiera llamado La Internacional antes de ser la avenida General Victorica, o que la calle Berlín figurara en algunos planos como Bakunin, y que una pequeña arteria de cuatrocientos metros se llamara Treveris, en alusión a Trier o Trèves, la ciudad natal de Karl Marx?

“Un colega de la biblioteca de Montserrat avecindado en Parque Chas”, anotó Bonorino en su cuaderno, “me guio una mañanapor ese enredo de zigzags y desvíos hasta llegar a la esquina de Ávalos y Berlín. Para poner a prueba las dificultades del laberinto, insistió en que me alejara cien metros en cualquier dirección y regresara luego por el mismo derrotero. Si tardaba más de media hora, prometía ir en mi busca. Me perdí, aunque no sabría decir si fue a la ida o a la vuelta. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer, y por más vueltas que daba, no conseguía orientarme. En un rapto de inspiración, mi colega salió a rastrearme. Oscurecía cuando me vio por fin en la esquina de Londres y Dublín, a pocos pasos del sitio donde nos habíamos separado. Me notó, dijo, desencajado y sediento. Cuando volví de la expedición, me acometió una fiebre persistente. Cientos de personas se han perdido en las calles engañosas de Parque Chas, donde parece estar situado el intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires. En cada gran ciudad hay, como se sabe, una de esas líneas de alta densidad, semejante a los agujeros negros del espacio, que modifica la naturaleza de los que la cruzan. Por una lectura de viejas guías telefónicas deduje que el peligroso punto está en el rectángulo limitado por las calles Hamburgo, Bauness, Gándara y Bucarelli, donde algunas casas fueron habitadas, hace siete décadas, por las vecinas Helene Jacoba Krig, Emma Zunz, Alina Reyes de Aráoz, María Mabel enz y Jacinta Vélez, convertidas luego en personajes de ficción. Pero la gente del barrio lo sitúa en la avenida de los Incas, donde están las ruinas del horno de ladrillos.”

Lo que decía Bonorino no me permitía entender por qué Martel había cantado en Parque Chas. El delirio sobre la línea divisoria entre realidad y ficción nada tenía que ver con sus intentos anteriores por capturar el pasado ―nunca creí que el cantor se interesara por el pasado de la imaginación―, y algunos relatos populares sobre las andanzas del Pibe Cabeza y otros malvivientes por el laberinto carecían de vínculos ―en caso de ser ciertos― con la historia mayor de la ciudad.

Pasé dos tardes en la Biblioteca del Congreso informándome sobre la vida de Parque Chas. Verifiqué que allí no se habían abierto centros anarquistas ni comunistas. Busqué con prolijidad si algunos apóstoles de la violencia libertaria ―como los llamaba Osvaldo Bayer― hallaron refugio en el dédalo antes de ser llevados a la cárcel de Ushuaia o al pelotón de fusilamiento, pero sus vidas habían sucedido en lugares más céntricos de Buenos Aires.

Ya que el barrio me resultaba tan esquivo, fui a conocerlo. Una mañana temprano abordé el colectivo que iba desde Constitución hasta la avenida Triunvirato, enfilé hacia el oeste y me interné en la tierra incógnita. Al llegar a la calle Cádiz, el paisaje se convirtió en una sucesión de círculos ―si acaso los círculos pueden ser sucesivos―, y de pronto no supe dónde estaba. Caminé más de dos horas sin moverme casi. En cada recodo vi el nombre de una ciudad, Ginebra, La Haya, Dublín, Londres, Marsella, Constantinopla, Copenhague. Las casas estaban una al lado de la otra, sin espacios de separación, pero los arquitectos se habían ingeniado para que las líneas rectas parecieran curvas, o al revés. Aunque algunas tenían dinteles rosas y otras porches azules ―también había fachadas lisas, pintadas de blanco―, era difícil distinguirlas: más de una casa llevaba el mismo número, digamos el 184, y en varias creí observar las mismas cortinas y el mismo perro asomando el hocico por la ventana. Caminé bajo un sol impío sin cruzarme con un alma. No sé cómo desemboqué en una plaza cercada por una reja negra. Hasta entonces sólo había visto edificaciones de una planta o dos, pero alrededor de aquel cuadrado se alzaban torres altas, también iguales, de cuyas ventanas colgaban banderas de clubes de fútbol. Retrocedí unos pasos y las torres se apagaron como un fósforo. Otra vez me vi perdido entre las espirales de las casas bajas. Desandé el camino hacia atrás, tratando de que cada paso repitiera los que había dado en dirección inversa, y así volví a encontrar la plaza, aunque no en el punto donde la había dejado sino en otro, diagonal al anterior. Por un momento pensé que era víctima de una alucinación, pero el toldo verde bajo el cual acababa de estar hacía menos de un minuto brillaba bajo el sol a cien metros de distancia, y en su lugar aparecía ahora un negocio que se postulaba como El Palacio de los ndwiches, aunque en verdad era un kiosco que exhibía caramelos y refrescos. Lo atendía un adolescente con una enorme gorra de visera que le cubría los ojos. Me alivió ver al fin un ser humano capaz de explicar en qué punto del dédalo nos encontrábamos. Atiné a pedirle una botella de agua mineral, porque me consumía la sed, pero antes de que terminara la oración el muchacho respondió “No hay”, y desapareció detrás de una cortina. Durante un rato golpeé las manos para llamar su atención, hasta que me di cuenta que mientras yo estuviera allí no regresaría.

Antes de salir, había fotocopiado de la guía Lumi un mapa de Parque Chas muy detallado, que mostraba las entradas y salidas. En el mapa había un espacio grisado que tal vez fuera una plaza, pero su forma era la de un rectángulo irregular y no cuadrada como la que tenía frente a mí. A diferencia de las callejuelas por las que había caminado antes, en la que ahora estaba no había placas con nombres ni números en la fachada de las casas, por lo que resolví avanzar en línea recta desde el kiosco hacia el oeste. Tuve la sensación de que, cuanto más andaba, más se alargaba la acera, como si estuviera moviéndome sobre una cinta sin fin.

Era mediodía según mi reloj, y las casas por las que pasé estaban cerradas y, al parecer, vacías. Tuve la impresión de que también el tiempo estaba desplazándose de manera caprichosa, como las calles, pero ya me daba lo mismo si eran las seis de la tarde o las diez de la mañana. El peso del sol se volvió insoportable. Me moría de sed. Si descubría signos de vida en alguna casa, llamaría y llamaría sin parar hasta que alguien apareciera con un vaso de agua.

Decidí pues no tentar a mi suerte. Tenía un tiempo libre ―siempre tengo tiempo libre, justo es decirlo―, aunque no estaba muy dispuesto a perderme durante horas en el galimatías barrial. Caminé por Victorica hasta el centro de todos los círculos; es un trayecto recto. A mis lados veía la esquina en la que comenzaba una cuadra pero no veía la esquina siguiente en la que terminaba. Todas eran invitaciones a perderse por un rato. A veces es difícil resistirlo.


(Fotos: M. Pisarro)

En el centro del círculo había una suerte de plazoleta con una fuente miserable; parecía que alguien había taladrado una cañería de Obras Sanitarias y que los chorros se elevaban como en un sketch del cine mudo, un sketch de los tiempos en los que todavía existía Obras Sanitarias. Había personas, había autos, había posibilidades de escape, y sin embargo daba pasos cuidadosos, como si cruzara un puente quebradizo y crujiente que atraviesa un precipicio en medio de la selva. Recordé algo que había escrito Eloy Martínez (“Es raro ver en Parque Chas a una persona que no sea del barrio. En general, nadie viene ni sale de acá”) y recordé también a los exploradores franceses que en 1957 desembocaron en la estación de Villa Urquiza, tal como Alejandro Dolina lo relató en “Historia de la manzana misteriosa de Parque Chas”, un apartado de “Los narradores de historias” de El ángel gris:

Existe en el barrio de Parque Chas una manzana acotada por las calles Berna, Marsella, La Haya y Ginebra.

No es posible dar la vuelta a esa manzana.

Si alguien lo intenta, aparece en cualquier otro lugar del barrio, por más que haya observado el método riguroso de girar siempre a la izquierda o siempre a la derecha.

Muchos investigadores han intentado la experiencia formando grupos numerosos. Los resultados han sido desalentadores. A veces sucede que el paseante sigue en la misma calle aún después de doblar una esquina.

En 1957, un grupo de exploradores franceses desembocó inexplicablemente en la estación de Villa Urquiza.

Urbanistas catalanes probaron suerte formando dos equipos y partiendo cada uno en dirección opuesta. En cualquier manzana de la ciudad es fatal que los grupos se encuentren en la mitad del recorrido. Pero en este lugar no sucede tal cosa y hasta se han dado casos en que un equipo alcanza al otro por detrás.

Los más pertinaces han realizado excursiones a través de los fondos de las casas, con el resultado de aparecer siempre dejando a sus espaldas calles que no habían cruzado jamás.

En estas experiencias se descubrió que muchos vecinos son incapaces de indicar en qué calle viven. Asimismo, existen casas que no dan a ninguna calle. Sus habitantes se alimentan de sus propios cultivos o de lo que generosamente les pasan por sobre las medianeras.

Los taxistas afirman que ningún camino conduce a la esquina de Ávalos y Cádiz y que por lo tanto es imposible llegar a ese lugar.

En realidad, conviene no acercarse nunca a Parque Chas.

Mi recorrido fue pues breve. No me atreví a alejarme demasiado, y cuando lo hacía, miraba hacia atrás, memorizaba mojones. Pensaba en películas como El cubo, en estructuras que cambian en cuanto uno se voltea y da unos pasos. Se me ocurrió que lo que desconcierta de Parque Chas es la embrutecida familiaridad del paisaje, las casas que uno podría encontrar en muchos otros barrios periféricos de Buenos Aires, los árboles, las veredas, todo tal cual lo conoce. Excepto las curvas que parecen rectas y las rectas que se curvan sin que uno lo perciba y la predisposición a sumergirse en ese intersticio que divide la realidad de las ficciones de Buenos Aires.

No hay comentarios: