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sábado, 24 de septiembre de 2016

COMILLAS. PAÌS VASCO

Este escrito llegò a mis manos hace unos años y ni siquiera conozco su autor. El otro dìa, lo leì en la radio. 
Nos muestra la parte humana que afecta una guerra entre hermanos.
Es vista desde la òptica de un corresponsal y con los ojos de una fotògrafa que ya no està...Vìctima de esa guerra cruel.
Enrique Di Baggio

COMILLAS. PAÍS VASCO. 

Corresponsalía. 17 de julio de 1937. Se cumplía el primer año y a poco de concluir mis estudios periodísticos en la Universidad de Salamanca, fui enviado a cubrir las vivencias de esta insoportable guerra de conciudadanos. No estaba dispuesto a narrar las bajas de uno y de otro bando, sino tan solo construir una imagen que pudiera, al solo verla, omnicomprenderse todo, lo más sublime y lo más perverso.

Comillas era un lugar de ensueños, camino a Santa Marina, un puerto no menos pintoresco bañado por las aguas del Cantábrico. Pero en esta oportunidad no me interesaban las coordenadas geográficas ni el color del mar ni su bravura. Solo tenía ojos para ver los rostros entristecidos de sus habitantes, que apenas hablaban. Pero de algo estoy seguro, no hacía falta.
La taberna del lugar, que solía ser popular años atrás, estaba repleta de taburetes vacíos, apenas don Briasco la habitaba con frecuencia. Las pocas palabras que pude entenderle en su cerrada lengua me indicaron un lugar para dormir, en la planta alta de la misma posada. Este fue un hecho revelador. En el cuarto que me asignaron - no había otro -, encontré un viejo baúl, por cierto muy descuidado. He ahí mi hallazgo arqueológico. Un centenar de fotos viejas señaladas con fechas y nombres de pila me llamaron la atención. Una muy particularmente. “Navidad del 36”, hombres con uniformes militares un tanto desguazados posaron para Camila, la fotógrafa de la ocasión. Supe más tarde que se trataba de la hija menor de Briasco. No pude conocer su rostro, tan solo lo que sus ojos miraron en los momentos que inmortalizó. Briasco me había contado que una bala perdida la había alcanzado en el improvisado frente de batalla, que eran las mismas calles de uno y otro pueblo a lo largo de toda la España. No la conocí, pero pude ver su sensibilidad, es como si a la distancia me quisiera decir algo. Y creo que finalmente lo hizo. Me mostró la inutilidad de toda guerra, en especial la que se da entre hermanos. Allí posaron los soldados de uno y otro grupo, como si fueran los jugadores próximos a comenzar una partida de balón. La diferencia es que los tantos se anotarían con las bajas de unos y de otros. Según pude entender, a pesar de que las raíces del conflicto fueron lo suficientemente hondas como para que se desearan la muerte y la procuraran con vehemencia, la Noche Buena era óptima para celebrar el infortunio y al mismo tiempo la suerte de aún estar vivo.

La capilla del lugar reflejaba los primeros nombres de los caídos. El resto de las fotos del baúl fue fácil deducir el origen. Todos hombres, algunos con sus críos y un deseo de amor eterno, ahora veo que incumplidos. Eran las fotos que las mujeres del pueblo conservaban de sus hombres en el frente; un frente extendido, que aún a un año del comienzo de las acciones bélicas no se sabe cuánto durará y cuánto se extenderá.
Tenía la sensación que intereses foráneos habían precipitado este desenlace, pero no soy muy ducho en política. En medio de todas estas fotos, la de una mujer, bien parecida - cualquier hombre estaría deseoso de pertenecer a su círculo. Aunque sin nombre, la había bautizado. No tengo la certeza, pero mi imaginación la convirtió en la fotógrafa de esta accidentada corresponsalía.
No pocas veces, en la noche, los disparos me desvelaban y temí tanto por su vida como por la mía. Claro que su vida estaba tan solo en la mía, en mi imaginación, aunque la percibí por esos días tan real como vos y yo. Día a día las fotos de los ilustres desconocidos iban en aumento.

Mi trabajo terminó el 2 de abril del 39. Apenas un día después de la finalización de la guerra. Las fotos habían alcanzado más de seiscientas. Pude descubrir algunas caras conocidas, fotos sueltas de los que compartieron esa Navidad en el primer año de la guerra. De los veintidós quedaron seis, tres de cada grupo, lo que permite concluir que las victorias que suman los generales poco se parecen a las derrotas que cuentan  los soldados. Una cosa más, reflexión un tanto romántica. En la capilla del lugar, la tierra del improvisado cementerio pudo juntar lo que en vida estuvo separado. Volver a nacer es la esperanza. 
Desde Comillas – País Vasco. Rodrigo Antonio Castejón, periodista. Elena Briasco, fotógrafa.

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