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jueves, 28 de julio de 2011

PASAJE BUDAPEST

PASAJE BUDAPEST
AUTOR :ENRIQUE DI BAGGIO
Mi infancia hasta los 9 años tuvo como escenario principal el Pasaje Budapest, callecita situada en el corazón de Parque Chas, que desemboca en el otro lugar testigo de mi crecimiento: La Plaza Nobel.
Tiene 100 metros nada más. Allí habitaron mi abuelo Enrique (Por él llevo mi nombre) , mi abuela Anunzziatta , padres de mi papá. Don Angel, vecino encantador que vivía al lado de mi casa con sus hermanos, Don Bartolo, quien me enseñó a jugar al ajedrez, y Doña Isabel. Me sentí queridos por ellos que siempre se asomaban a verme jugar a fútbol en la plaza o me invitaban con un refresco mientras aprendía a mover las torres, caballos, alfiles y peones. Podría nombrar varios habitantes más en tan pocos metros, que marcaron mi historia infantil. Pero hay alguien a quien quiero recordar hoy: Doña Dorinda, (Sí, hay alguien que porta ese nombre), esposa de Don Vicente, verdulero con carro y todo. Madre de Cholo y Oscar, quienes me habían “adoptado” subían a su moto conmigo de pasajero, interrumpiendo mis sesiones televisivas donde me “mataba” mirando el Cisco Kid, Llanero Solitario y la Patrulla de Caminos, con el genial Broderick Crafford, creo que así se escribe. Paseaba y era mimado por la familia. Pero ella, Doña Dorinda, pasados muchos años se acordaba de algo que llenó mi alma. Hará unos 15 años en la puerta de su casa, lógicamente en el pasaje Budapest, al verme charlando con un vecino me dijo luego de saludarme cariñosamente: “ Enriquito, al verte viene a mi mente el día que Humberto, tu papá, desesperado, le decía al médico que le daba todo que tenía para que te salve la vida, yo estaba presente y trataba de tranquilizarlo” Refiere a un estado grave de salud por mis bronquios afectados y repuestos definitivamente en Córdoba donde me llevó mi mamá. Siempre mis padres me contaban lo mal que había estado. Incluso internado unos días en el Hospital Rivadavía con una anécdota que mi padre contó miles de veces y era que al salir de allí, después de estar muchas horas conmigo, se extravió, perdió la noción de donde estaba ubicado. Doña Dorinda logró 37 años después erizar mi piel y hacerme caer lágrimas de emoción al recordar algo que todo hijo supone, pero que yo lo recibí en la versión exclusiva de esta señora. ¡Cuánto habrá sido el amor que transmitió Humberto en esa súplica que muchos años después una señora tan querida de mi infancia lo recordaba! ¡Cuánta riqueza depositada en el banco del afecto heredé de mis padres! Habitantes del Pasaje Budapest, ustedes fueron testigos de mi crecimiento pero también fueron partícipes de momentos donde solo Dios y los que nos quieren están a nuestro lado. A veces, no nos acordamos inmersos en la vorágine de la vida, pero aparece gente como Doña Dorinda, y seguramente enviada con un mandato celestial nos vuelven al camino de los afectos, aquellos arraigados en mí en el perímetro de los cien metros de la calle más importante de mi infancia.
ENRIQUE DI BAGGIO

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