VERSIÓN LIBRE:
ENRIQUE DI BAGGIO
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Deuda
ENRIQUE DI BAGGIO
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Deuda
La fila avanzaba lenta. Desde temprano nos
encontrábamos apostados uno detrás del otro manteniendo, dentro de lo posible,
la solemnidad propicia de aquel acto.
Esa mañana me había vestido con la muda de
salida, peinado al costado con litros de agua, y robado a papá algo de colonia
de hombre.
Tenía diez años y estaba próximo a tomar mi
primera comunión, para ello debíamos confesarnos.
El trámite, por llamarlo de alguna manera,
se realizaba en la sacristía de la capilla y, de a uno por vez, ingresábamos a
los altares para cumplir la penitencia impartida por el padre Luis.
Mentalmente llevaba el listado de aquellos
pecados cometidos y trataba de calcular el castigo que merecían. Cuando la
puerta se encontró frente a mí, las piernas me temblaron y entonces el padre
Luis llamó al que seguía. Al ingresar lo encontré sentado, con ropa terrenal sin su uniforme de cura, sus lentes
gruesos alejaban su mirada mas allá de lo que era su rostro y su calvicie
vencía a los pocos cabellos grises que le bordeaban la cúspide.
Recuerdo como el humo se escapaba de su
cigarrillo llenando la pequeña habitación con una especie de neblina de
ultratumba.
Me senté frente a él y comencé con mi
parlamento esquivando su mirada albergando una sensación de desnudez. El padre
Luis dejaba, de tanto en tanto, su cigarrillo reposar en el cenicero para
prestarme atención y aconsejar. En el momento en que nació mi silencio, elevó
su diestra y dibujando una cruz en el aire, perdonó mis pecados en el nombre de
Dios. Como penitencia debía rezar dos Padre nuestro, dos Ave María y un Credo.
Salí del cuarto he ingresé al lateral del
mismo por un pasillo oscuro y silencioso que daba al altar principal. En el
sagrario la pequeña luz se encontraba encendida, nos habían enseñado que era
esa luz roja pequeña la que indicaba que Dios se encontraba presente en la Capilla.
En el altar mayor Cristo se mostraba magnifico
con una de sus manos laceradas apuntando a su corazón abierto y con la otra
señalando hacía arriba prometiendo el
cielo de su padre, de su Dios. Me persigné frente a él y me dirigí a uno de los
altares subsidiarios, el de la cruz. El de la crucifixión.
El artista que había realizado la escena lo
había echo con habilidad extraordinaria dándole realismo y expresividad.
A mis diez años aquellas esculturas de
tamaño natural tenían algo que debía observar con detenidamente. Me encontraba
arrodillado frente a ella dispuesto a cumplir mi penitencia. Cristo era
alumbrado por debajo con una etérea luz blanca mientras María lo observaba y un
soldado romano enarbolaba su lanza para brindar la estocada final.
El cabello de Cristo era verdadero y sus
ojos me miraban desde lo alto de la cruz. A mis espaldas la oscuridad me
rodeaba ya que la capilla solo se
encontraba iluminada por las luces tenues del altar mayor y lo pedido al sol
por los vitrales coloridos que jugaban a brillar en sus vidrios tintes.
Cristo me miraba.
María lo observaba con ojos desbordados en
lágrimas y el soldado romano acercaba su lanza al costado del hombre atrapado
en el madero. Las perlas carmesí surcaban el cuerpo del que moría para buscar
resurrección, para apoderarse del tiempo hasta el final de los mismos.
La soledad en el recinto me empujaba hacia
el gólgota (Monte calvario) para volverme parte de el.
¿Cómo
consolar a María? ¿Cómo ayudar al Cristo? —Él murió por nosotros— recordé con
el trueno de la voz del padre Luis. Entonces me pregunté cuantos mazazos que
hundieron los clavos debí de haber dado, cuantas espinas le hundí en la frente,
hasta miré al centurión para no verme en su rostro, pero a decir verdad, algo
se me parecía.
Cristo me miraba.
¿Valió el sacrificio? Y entonces un escozor
me tomó por sorpresa, la fantasía mordió
mis neuronas y toda le escena cobró vida: Cristo miró al soldado lo perdonó por aquel acto y luego fijo sus ojos nuevamente en los míos mientras María
gritaba la pérdida desde el fondo de su alma, desde el fondo de su vientre
materno. Me sentí lleno de culpa y el miedo actuó sobre mí. Me levanté de un
salto, caminé hacia la madera de doble hoja que hacía de puerta con la
sensación de que Cristo me gritaría improperios merecidos por ponerle una
corona, clavarlo a la cruz, y hundirle la lanza. Nada de eso pasó, pero cuando
llegué a tomar el pomo de la puerta me sentí liberado y humano. Mas duele un dolor de muelas que cien
muertes ajenas me dijeron alguna vez. Me alejé y hubo un par de noches en
las que no pude conciliar el sueño, algunos días en los que esquivé el altar
subsidiario. Y ahora que recuerdo todavía adeudo dos Padre Nuestro, dos Ave María y un Credo
que no recé en aquel lugar.
3 comentarios:
Hermosisimo, me emocioné mucho. Carina
Me encanta las publicaciones de tu blog, Marcelo
La radio está encendida
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